Hace un rato fui a la heladera buscando algo para picar a medianoche y en el estante de abajo de todo encontré medio escondida una bolsa de uvas. Me acordé que las uvas debían llevar ahí por lo menos dos semanas, yo las había lavado, había comido algunas y por pura vagancia dejé las demás en la bolsa (sabiendo que la humedad y el nylon no son buenos compañeros). Las saqué, pensando que no se veían tan mal y cuando abrí un poco la bolsa salió un olor bastante fuerte que respondió a la pregunta “¿Qué huele tan mal en mi heladera?” Miré un poco más de cerca y vi unas mini telarañas entre las uvas y sus cabitos y mi primer impulso fue pulsar el pedal del tacho de basura y olvidarme de las uvas. Pero, como buena niña judía que soy, me dio culpa tirar así la comida, y me dispuse (tarea sumamente más hinchapelotas que haber sacado las uvas de la bolsa in the first place) a inspeccionar una por una alentada por la idea de que lo peor que podía pasarme era que estuvieran fermentadas y me marearan un poquito.
Encontré una que estaba perfecta, la lavé, la probé y no tenía nada extraño, asi que uva por uva, fui separando las machucadas-malolientes de las sanitas de al lado, lavandolas y tirando solamente lo justo y necesario.
¿Por qué me tomo el trabajo de escribir todo esto? Porque mientras hacía ese trabajo tan meticuloso, tan zen, tan poco fast food, me puse a reflexionar y pensé que con las relaciones pasa lo mismo que con las uvas. Cuando se van pudriendo o empiezan a oler mal mi primera reacción es expulsarlas por el desague, o cuando me encuentro con una vieja relación a la que nunca vi pudrirse del todo porque no me anime y dejé en el eter de la ciudad pensando que se conservaría por siempre en ese estado cual cadáver de Walt Disney… mi primera reacción es ni siquiera abrir la bolsa de nylon para ver si huele tan mal como pienso y tirarla al tacho, o patearla para otro lado y que no me estorbe. Pero si miro más de cerca, incluso esa uva que parecía podrida no lo estaba del todo y solo necesitaba una lavadita o tal vez el caso contrario: una uva que parecía perfecta cuando la doy vuelta está toda podrida.
Digo, hay algunas personas, que fueron tan deliciosas que cuando las volvemos a cruzar, aunque nos hayan lastimado y querramos cruzar de vereda, a veces vale la pena acercarse y ver si esa uva que parece podrida en realidad no lo está o si ese racimo, que hace tiempo despreciamos porque estaba verde y sabia amargo no se convirtió con el pasar de los años en un vino de los buenos.
Hurgar no siempre es bueno, a veces es una inútil pérdida de tiempo, pero hay relaciones que aunque queden para siempre un poco carcomidas por las telarañas valen tanto la pena como para tomarse el trabajo de ver si no encontramos al menos, entre los escombros una sola de las deliciosas uvas como la que estoy comiendo en este momento.